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Publicado: 15/05/2011
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Fuente: Página 12 Turismo

Crónica de un viaje desde Salta capital hasta Cafayate, tomando la Ruta 40 como eje principal para recorrer los poblados de La Poma, Cachi y Molinos, y la espectacular quebrada de las Flechas. Historia y naturaleza en un circuito que concentra las vivencias y los paisajes emblemáticos del Noroeste.

A grandes rasgos, podría decirse que hay una Salta puneña, una citadina en la capital y otra que la llaman “vallista” en los Valles Calchaquíes. Esta última, con sus pueblitos y casas de adobe perdidas en la montaña, es la faceta salteña que nos proponemos explorar, tomando como eje principal la Ruta 40.

Partimos desde la capital provincial por la RP 68 para tomar la 33 en El Carril, con rumbo oeste por el valle de Lerma. Antes de comenzar a subir el chofer reparte unas hojas de coca entre los pasajeros, aunque advirtiendo que no será por esto si ven llamitas volando. Mientras tanto, a los costados se extienden las plantaciones de tabaco y el guía explica que el trabajo de producción de las hojas se hace totalmente a mano. Un peón hace un agujero en la tierra con un palo y otro planta. Tres meses después se corta la flor planta por planta –para que toda la energía vaya a las hojas– y más tarde se va cortando hoja por hoja y se lleva a secar en hornos de adobe alimentados con madera.

A 40 kilómetros desde la capital hay un desvío a la izquierda que lleva hasta Chicoana, un calmo pueblito de casas bajas alrededor de una plaza central. Este fue uno de los primeros lugares de la zona donde los españoles se instalaron y dominaron a los aborígenes chicoanas, un grupo exiliado por conflictos con el inca y llegado desde las afueras del Cusco en 1450. En 1659 los jesuitas se instalaron también, con su sistema de trabajo basado en mano de obra aborigen. Y en 1827 el pueblo fue escenario de una batalla entre unitarios y federales que dejó 800 muertos, hoy enterrados en una fosa común bajo la calle entre la plaza y la iglesia. El ambiente antiguo de Chicoana es bastante uniforme, y por eso se filmó aquí en 1941 el clásico La Guerra Gaucha, de Lucas Demare.

De regreso en la Ruta 33 dejamos atrás el valle de Lerma para entrar de golpe en la quebrada de Escoipe por un túnel vegetal del ambiente de la yunga. Se trata de una selva de altura con una maraña vegetal de epífitas, lianas, helechos, bromelias y altos árboles –como laureles y nogales criollos– que se amontonan únicamente aquí, porque las nubes se estacionan sobre los cerros descargando su humedad. Pero la selva desaparece en apenas diez kilómetros y el paisaje cambia otra vez a un típico ambiente árido de quebrada con cardones de brazos extendidos.

El asfalto se termina casi al mismo tiempo que la selva y cruzamos el arroyito Infiernillo, que pasa sobre la misma ruta cortándola a veces por unas horas en verano, la época de lluvias. En la pendiente de la montaña se levantan algunas casas sueltas rodeadas de cultivos de habas, papa y maíz.

Siempre con rumbo el oeste, subimos entonces la Cuesta del Obispo, una de las rutas panorámicas más espectaculares del país. La ruta serpentea por la montaña desde los 1900 metros sobre el nivel del mar hasta los 2470 de la Piedra del Molino, el punto más alto, ya dentro del Parque Nacional Los Cardones. En ese lugar hay una ermita al borde de un abismo y una piedra circular tallada que perteneció a algún molino hidráulico; nadie se explica cómo ni cuándo llegó a ese lugar.

Al comenzar a bajar reaparece el asfalto y se ven en la lejanía algunos caseríos con una capilla solitaria. En el Balcón de la Cuesta nos detuvimos a observar un cóndor que volaba en círculos sobre una térmica, llegando tan alto que desapareció entre las nubes.

A los pocos kilómetros de estar bajando doblamos a la izquierda en el Camino de los Colorados, la RP 42, para llegar a Seclantás a la hora del almuerzo. Allí entramos en un almacén a comprar dos manzanas por dos pesos y el vendedor nos preguntó si queríamos un poncho. Le preguntamos cuánto costaba y respondió, como al pasar: “6500 pesos”. Desde Seclantás, vale recordar, se suele recorrer el Camino de los Artesanos, especializados en tejidos en telar, que va hasta el pueblo de El Colte.

Pueblo blanco

De Seclantás partimos hacia el norte rumbo a Cachi por la Ruta 40 –son 40 minutos por camino de tierra consolidado– para pasar la noche en ese pueblo calchaquí. Al llegar a Cachi, ubicado a 2280 metros de altura, se descubre un pueblo color blanco y crema que a la hora de la siesta parece deshabitado. La blancura de las casas brilla al sol y no hay ruido de autos: solo el sonido de los cascos de los caballos en el adoquinado y el canto de los gallos. Los niños asoman tímidamente la cabeza por la puerta de sus casas. Las veredas están elevadas unos 40 centímetros o más sobre los adoquines, y las casas son de piedra y adobe con techo de madera. Algunas tienen una doble puerta esquinera, típica de los pueblos de la colonia. Antiguos caserones de la época colonial destilan un aura de majestuosa decadencia. Los habitantes de Cachi son alrededor de 5500, y su lugar de reunión social es la plaza, rodeada por un muro bajo de piedra, costumbre nacida para evitar que los burros se metieran a molestar. En una esquina de la plaza se juntan los campesinos a ofrecer el fruto de sus huertas: duraznos, pimientos y diversas verduras.

El lugar que concentra el mayor peso histórico del pueblo es el Museo Arqueológico, uno de los más completos del norte argentino. Una elegante casona colonial con un frente de galerías con arcadas resguarda registros arqueológicos que abarcan 10.000 años de historia en el valle, remontándose hasta la cultura Santa María. Entre las piezas más valiosas hay pequeños monolitos finamente tallados con figuras zoomorfas, esqueletos con las vestimentas que llevaban los diaguitas al ser enterrados en posición fetal, hornacinas llenas de choclos secos encontrados en los ajuares funerarios, puntas de flecha, morteros y una infinidad de vestigios que alcanzan el número de 5000 piezas arqueológicas

Al día siguiente seguimos subiendo hacia el norte por la Ruta 40 hasta el pueblo de La Poma. Luego de almorzar volvimos hacia el sur, desandando el camino por la 40 para retomar, por unos kilómetros, el fragmento de la Ruta 33 salteado al tomar el Camino de los Colorados. Primero visitamos el pueblo de Payogasta, zona de cultivo de pimientos de Calahorra, para seguir hacia la Recta de Tin Tin. Aquí casi no llueve y se nota mucho; en una reseca planicie se levantan los miles de cactus del Parque Nacional Los Cardones.

La Recta de Tin Tin mide 12 kilómetros y al ingresar, viniendo desde Cachi, hay que pedirle al guía que se detenga en el Cardón Abuelo, un cactus de 12 metros de alto que se erige solitario, sin un solo brazo, como un obelisco en la inmensidad.

Para ver de cerca su imponencia hay que caminar unos 100 metros, mientras nos explican que su altura se debe a que, al no tener brazos, su crecimiento se produjo solo hacia lo alto.

Al final de la recta dimos una vuelta en “U” para volver a Cachi y retomar la Ruta 40 rumbo a Molinos.
En la quebrada de las Flechas la tierra se quebró y dejó inclinada la ladera de los cerros.

Molinos, sereno y colonial

Molinos quizás sea el pueblo de los valles que mejor mantiene su sereno aspecto colonial. Es ideal para quedarse unos días a reposar y hacer salidas cortas y tranquilas hacia otros pueblitos como Colomé, Amaicha y Tacuil. El Centro de Interpretación de Molinos, en la Casa Histórica de Indalecio Gómez, está particularmente bien armado y es el punto de partida para diferentes circuitos a pie. Una de las salas del Centro de Interpretación está dedicada a Indalecio Gómez, el autor de la Ley 8871 Sáenz Peña, que instauraba el voto secreto y obligatorio. Una de las caminatas que parten desde allí es a la Reserva Municipal Río Molinos, que bordea el río para observar aves autóctonas como loros barranqueros, chiricotes y chimangos. Un trekking más exigente es la ascensión al cerro Overo, en tanto con una simple caminata de media hora se llega al criadero de vicuñas Coquena, dentro de la finca Entre Ríos, creada en 1870.

Flechazos al cielo

A la mañana siguiente continuamos nuestro periplo salteño por la 40 –siempre hacia el sur– y atravesamos uno de los paisajes más desolados y exóticos del país: la quebrada de las Flechas. En el kilómetro 4380 de la Ruta 40 comienza esta quebrada cuyas placas sedimentarias a ras del suelo se quebraron por el surgimiento de las montañas y quedaron con los extremos apuntando al cielo. Luego el viento las afiló y ahora parecen cuchillas o puntas de flecha, una al lado de la otra. Desde la distancia el paisaje parece una torta mil hojas totalmente fragmentada. En esta zona el terreno y los cerros no son rojos sino ocres, como las casitas de adobe semiderruidas aquí y allá, habitadas desde hace más de un siglo.

Finalmente llegamos a Cafayate, el pueblo más grande de la zona, famoso por sus bodegas de vino torrontés, una cepa única del lugar. Aquí lo ideal es dormir dos noches –con sus siestas– para reposar y porque hay varias cosas para hacer en los alrededores. El viaje puede seguir hacia Tucumán para visitar las ruinas de la Ciudad de los Quilmes (con regreso a Cafayate en el día) o también volver a la ciudad de Salta por la quebrada de las Conchas, completando la llamada “Vuelta a los Valles”. Así termina este viaje entre montañas, que suele ser siempre un fragmento de otro viaje mayor, recorriendo pueblos tranquilos, silenciosos, pura paz, donde la gente habla bajo, camina lento y no parece tener mayores preocupaciones. A los costados de las rutas que unen estos pueblos se levantan las montañas de los Valles Calchaquíes, amplios, semivacíos y también silenciosos. Cuando uno para el auto al borde de la ruta, sin nadie a la vista en esa inmensidad, la colorida imponencia y una vastedad de proporciones sobrehumanas nos reducen como seres a la mínima expresión. Nos convertimos así en un puntito en la inmensidad, que nos inquieta con su silencio sonoro.

Fuente: Página 12 Turismo


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